"Sobre el Puerto de la Música", julio de 2010.

Por Sebastián Artola

Licenciado en Ciencia Política. Docente Facultad de Ciencia Política UNR

La discusión sobre el Puerto de la Música señala aspectos más que sugerentes para pensar el proyecto de ciudad que determina las políticas públicas de las últimas gestiones municipales.
La cuestión no pasa por plantear si las políticas sociales van primero y las culturales después. Ambas son dimensiones sustantivas y hacen a la posibilidad de construir una ciudadanía plena.
El tema a discutir es, si las mismas, son políticas públicas para todos o sólo para unos pocos.
Y la iniciativa del Puerto de la Música forma parte de ese nuevo perfil para la ciudad que delineara el Plan Estratégico Rosario de 1998, centrado en la oferta de servicios, con la intención de hacer del turismo y el comercio el eje económico más dinámico, en detrimento de la matriz productiva, portuaria y ferroviaria que había caracterizado la ciudad.
La prioridad de construir una imagen de “ciudad moderna y cultural” vendible al exterior, como si fuese una marca, significó durante todos estos años enormes gastos públicos en publicidad, y, a la vez, un profundo reordenamiento territorial y urbano que privilegió claramente el perímetro centro-norte de la ciudad en línea hacia la costa, invisibilizando a los sectores populares a través de una fuerte segmentación espacial.
Lo cierto es que la nueva mirada puesta hacia el río, terminó dando la espalda a la gran mayoría de rosarinos que aún esperan políticas que les permitan dejar de ser meros habitantes de la ciudad para constituirse en ciudadanos de la misma.
Entonces, no es casualidad que el Puerto de la Música se emplace en Pellegrini y el Río. Y menos aún en terrenos para uso portuario.
Políticas culturales que repongan la palabra e identidad de los barrios en la definición de una ciudad para todos y la recuperación del puerto como vía de salida de una economía local y regional que debe redefinirse desde una clave que promueva el valor agregado y el trabajo digno, son los verdaderos desafíos de un nuevo modelo de ciudad.

"Modelos de Ciudad", Rosario/12, 10-06-10.

OPINIÓN: Modelos de ciudad. Junio de 2010.

Por Sebastián Artola
Lic. en Ciencia Política. Profesor de la UNR
Boom de la construcción y déficit habitacional parece ser el contraste que define el tipo de crecimiento de la ciudad en los últimos años.
Con cada vez más frecuencia se suceden situaciones conflictivas en asentamientos sociales llamados “irregulares” por la presión que ejercen sobre el municipio la valorización económica de dichos predios y su correspondiente negocio, donde lo que brilla por su ausencia es una política pública de respuesta integral que contenga los intereses y necesidades de todos los actores sociales involucrados.
Esta realidad no es más que la consecuencia del modelo de ciudad, centrado en la prestación de servicios, circunscripto sobre el centro y la costa de la ciudad, en alianza con poderosos inversores privados vinculados al mercado inmobiliario y al comercio, el cual fue delineando una ciudad fragmentada en términos sociales, espaciales y simbólicos.
Más allá de los esfuerzos publicitarios, el mito de la Barcelona argentina se ha desvanecido por su propio peso al evidenciarse un proyecto de ciudad que significó fortunas para unos muy pocos, mientras la gran mayoría de los rosarinos carece de infraestructura social básica, servicios públicos dignos e integración socioeconómica.
La posibilidad de un nuevo proyecto de ciudad para todos los rosarinos debe partir de una nueva matriz productiva y urbanística. Un modelo de ciudad que promueva la industria y la economía social como motores de la integración laboral, desde un trazado urbano que supere la segregación territorial a partir de recuperar el carácter público de los espacios de la ciudad. Para lo cual es imprescindible un estado municipal activo en la defensa del interés colectivo y no sumiso a la especulación de los negociados privados.

"Bicentenario y proyectos políticos", mayo de 2010.

Por Sebastián Artola

Las interpretaciones sobre el pasado no dejan de tener alguna ligazón con las posiciones del presente. Quienes añoran la Argentina del Centenario, o casualidad, se encuentran en la vereda de las variadas expresiones que hoy reniegan del actual curso de la política argentina. Es curioso. Desde el gobernador Binner, pasando por Carrió, también Cobos, hasta la dirigencia rural y Macri, todos realzan aquella argentina gestada al calor de la generación del ochenta.
Lo cierto es que el contraste entre 2010 y 1910 no puede ser más evidente.
El centenario se celebró bajo estado de sitio, represión y en medio de una huelga general, cuando hoy no podemos dejar de estar sorprendidos por las entusiastas multitudes de compatriotas de todo el país que desbordaron la Avenida 9 de julio.
Durante el centenario regía la Ley de Residencia, sancionada en 1902, que legalizaba la expulsión del país de los extranjeros “indeseables”, y dos días después de los festejos patrios, el 27 de mayo de 1910, se sancionaba la Ley de Defensa Social que prohibía, entre otras cosas, todo acto o propaganda de ideologías discordantes a las oficiales.
Hoy los derechos humanos son política de estado y estamos dando un paso trascendental en la profundización de la democracia al redistribuir la palabra y garantizar la pluralidad de voces a través de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual.
La Argentina del Centenario subordinaba su economía a los intereses imperiales de Inglaterra, exportando materias primas e importándolo todo. Mientras los propietarios de los latifundios tiraban manteca al techo, entre los asalariados y pobres del interior cundía la explotación, el analbafetismo, el hacinamiento y las enfermedades, como lo denunciaba Bialet Massé en su informe sobre la clase obrera argentina de 1904.
La argentina del presente vuelve a pensarse desde la integración regional y como nación latinoamericana, sobre la base de recrear un nuevo proyecto industrial con pie en el mercado interno, lo que ha permitido la autonomía frente a los organismos financieros internacionales y la notable recuperación del empleo y la disminución de la pobreza, en tiempos donde la crisis internacional no da respiro en el llamado “primer mundo”.
La Asignación Universal por Hijo es la política social más avanzada de las últimas décadas, promoviendo la escolaridad, la sanidad y la inclusión social de los sectores más postergados de nuestra sociedad.
Acaso la imagen del Teatro Colón y la del pueblo en la calle sintetice las posibilidades y disputas que atraviesan la vida política y cultural argentina desde su mismo nacimiento.
De ahí que este bicentenario nos encuentre más frente al espejo de mayo de 1810. Es la épica patriótica, americanista e igualitarista de los que gestaron nuestro primer grito de emancipación lo que hoy debemos reponer para recrear una ciudadanía militante que forje un horizonte democrático más pleno y nos permita profundizar la construcción de una patria de todos los argentinos.

"Memoria y política", Rosario/12, 20-03-10.

Por Sebastián Artola 


A veces escuchamos un discurso que habla sobre la necesidad de dejar de tener la mirada puesta en "el pasado" para dedicarse a los "problemas del presente". Esta idea plantea una aparente disociación entre pasado y presente, o lo que es lo mismo, entre historia y política, donde cada uno de los términos no necesariamente se corresponde con el otro.
Lo que nos interesa señalar respecto a tal afirmación es que la misma no deja de contener una posición menos política que aquella que plantea la mutua implicación entre estos planos. Es decir, y haciendo uso de la definición de Arturo Jauretche referida a la historia, lo que hay son políticas de la memoria.
Una, la que venimos analizando, es la que busca construir una lectura sobre el presente, la democracia o la política sin el sustrato de la memoria histórica. Lugar que ha dominado las políticas oficiales desde las Leyes de Obediencia Debida y Punto Final, pasando por los indultos, hasta el año 2003 y que podemos renombrar como política del olvido y de la impunidad.
La otra, en la que creemos, es la que considera que la verdad y la justicia sobre los acontecimientos de la última dictadura militar constituyen una reparación histórica que tiene directa relación con el presente y nuestras posibilidades futuras.
Si algo ha permitido develar la política de derechos humanos del actual gobierno nacional es la trama de intereses sobre la que se sostuvo la última dictadura militar, donde no sólo aparecen actores uniformados sino también poderosas corporaciones económicas y mediáticas que fueron tan beneficiadas por el gobierno de facto como protagónicas de las políticas que se implementaron en los años de democracia.
¿O acaso esto no está en juego en la decidida militancia política que lleva adelante la cúpula de la Iglesia Católica de la mano de Bergoglio, la Sociedad Rural y compañía, el Grupo Clarín y sectores políticos de la oposición?
Basta con retener las últimas declaraciones de Duhalde. La idea de unas Fuerzas Armadas "humilladas" (expresión que ya había sido dicha por Elisa Carrió) que deben usarse para el combate contra la delincuencia y la propuesta de una "amnistía" que varios sectores políticos comparten pero sólo Duhalde y el PRO se animan a decirlo, dan cuenta del lugar decisivo que ocupan los derechos humanos y la memoria histórica en la definición de los proyectos políticos de país que se debaten en el presente.
De cómo seamos capaces de afirmar socialmente estas relaciones podremos avanzar sobre las deudas pendientes de una democracia que aún espera resignificarse sobre la base de la justicia social o volver a transitar bajo nuevos rostros, y algunos repetidos, los caminos tristemente conocidos.

"Transporte: una historia repetida", Rosario/12, 27-02-10.

Por Sebastián Artola

Un nuevo aumento del boleto asoma en el horizonte del transporte urbano de Rosario. La ecuación la conocemos bien: ante cada déficit de rentabilidad la variable de ajuste siempre es la misma.
Lo cierto es que cada aumento en el boleto nada resuelve. Los usuarios pagan el costo, el deterioro del servicio se profundiza, las frecuencias no mejoran, muchos barrios siguen sin líneas de colectivo, hasta que en algún momento los números de nuevo "no cierran", viene otro aumento y así la historia repetida de los últimos años.
Esta encerrona en que se encuentra la administració n municipal no expresa otra cosa que el fracaso de su política y la crisis estructural que atraviesa al sistema de transporte urbano.
El argumento de la desigual distribución de los subsidios nacionales, tantas veces repetido, ya suena a excusa para evitar asumir responsabilidades propias.
Porque lo que está agotado es la lógica empresarial y privada que imprime la política municipal para un servicio que es público.
Incluso, parte de la estatización cambió la naturaleza del prestatario pero no el concepto desde el cual se sigue definiendo su administració n. La presencia del Estado no puede ser para actuar como "parche", tomando las líneas y recorridos que cargan con el mayor déficit, dejando en manos de la iniciativa privada las que tienen más demanda y son más rentables.
Debemos avanzar en la definición de un nuevo sistema de transporte urbano que reconozca de manera plena su condición de servicio público. Y esto significa asumir su carácter social. Lo que nos empuja a redefinir la noción de "déficit", dejándola de plantear como sinónimo de ajuste sobre el usuario directo, para pensarla como parte de un bien público que debe ser costeado socialmente.
Y acá es donde todos los ciudadanos tenemos algo que ver. En este sentido, un buen paso sería la creación de un Foro Ciudadano por el Transporte Público, donde participe desde el ejecutivo, legisladores, partidos políticos, organizaciones sociales, asociaciones empresariales, hasta colegios de profesionales, organismos de defensa al consumidor, universidad pública y ciudadanos en general.
Porque si somos capaces de construir un servicio de transporte que beneficie a toda la comunidad, estaremos haciendo del mismo no sólo una herramienta de integración social, económica y cultural, sino también afirmando un principio básico solidario de toda sociedad que aspira a superar las brechas sociales que dejaron como saldo las políticas neoliberales.

Fuente:
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/22-22509-2010-02-27.html

"Juventud y política. De la generación de los ’70 a la nueva militancia juvenil kirchnerista", agosto de 2010.

Por Sebastián Artola.
Movimiento Martín Fierro. 

1)
            Un nuevo fenómeno atraviesa la vida política nacional: la emergencia de una militancia juvenil nacional, popular y kirchnerista.
            En un ciclo corto que podemos trazar entre el conflicto con la Mesa de Enlace y las patronales rurales hasta la puja por la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, hemos visto proliferar de manera creciente una participación cada vez más masiva de jóvenes en movilizaciones y convocatorias en apoyo a las iniciativas políticas del gobierno nacional.
            De origen social diverso, con importante presencia de sectores medios pero también con no menor protagonismo de sectores populares; nucleados a través de disímiles experiencias organizativas, en muchos casos nacidas desde la propia iniciativa de un puñado de militantes; con el predominio de una fuerte apuesta a la “construcción desde abajo”; una agenda de inquietudes que van desde los derechos humanos, la economía social, la cultura popular, hasta las nuevas formas de comunicación y la renovación política; y una identidad donde confluyen de manera diversa peronismo, izquierda, setentismo y latinoamericanismo; este nuevo activismo juvenil se ha constituido en uno de los sectores más dinámicos y novedosos del kirchnerismo.
            Dinámico: en el sentido del carácter activo de la militancia, la rápida capacidad de movilización, la consistencia organizativa y el sesgo creativo de la intervención en el debate público, eso que ya varios analistas denominan como “minoría intensa”; novedoso: en relación a que el kirchnerismo es el único espacio de la política nacional que cuenta con este tipo de militancia.
            Por supuesto que el mismo se inscribe dentro de un proceso más general que tiene que ver con la recomposición de la base de apoyo social al gobierno, el cual se empezó a hacer visible durante los primeros meses de este año, conformado principalmente por los sectores más humildes de nuestra sociedad, donde fue decisiva una medida como la Asignación Universal por Hijo y el rol persistente de los movimientos sociales afines al gobierno; los asalariados formales, donde es clave la política oficial de alianza con las centrales obreras y promoción del empleo y recuperación del poder adquisitivo del salario a través de las paritarias y el Consejo del Salario Mínimo, Vital y Móvil; y una franja en expansión de sectores medios progresistas, que dio encarnadura social al debate contra el discurso mediático hegemónico y hoy se moviliza por el matrimonio igualitario frente a la corporación eclesiástica.
            Sin embargo, es posible establecer algunos rasgos particulares que presenta este nuevo activismo juvenil, a partir de un breve repaso por nuestra historia reciente, que permita pasar en limpio algunas marcas que tallan sobre este renovado vínculo entre juventud y participación política.


2)
            En perspectiva de mediano plazo, los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre del 2001 y la política de derechos humanos del gobierno nacional, significarán dos momentos más que importantes para la relación entre juventud y política.
            Los primeros, contienen un traspié decisivo al “no te metás” de los ‘80 y a la antipolítica de los ’90. Estos días y los posteriores van a encontrar a muchos jóvenes en las calles puteando no sólo contra un gobierno que una vez más había defraudado las expectativas de cambio y respondía con represión a las demandas populares, sino también desafiando a un sistema político que excluía la participación social.
            Sin dudas, este acontecimiento dejará huellas que marcan hasta incluso hoy cierta dinámica de la política argentina, y sin el cual es difícil pensar la etapa de cambios que se abrió a partir del 2003.
            Para los jóvenes implicará un retorno al espacio público. De la mano del enfrentamiento con la policía y la desobediencia al estado de sitio, poníamos en cuestión el recurso del miedo para inmovilizar, que tan bien había funcionado desde la dictadura, haciendo propio el reclamo – no sin los grises y ambigüedades con que se planteaba éste - de una participación más directa y protagónica en las decisiones colectivas, y una exigencia de renovación política con un fuerte rechazo a la “clase política” neoliberal.
            Y esto, creo, es una nota fuerte que dejó como saldo la puesta en crisis de la representación política neoliberal en nuestro país.
            La construcción de experiencias organizadas más sustantivas en términos democráticos, con estructuras flexibles y abiertas, capaces de contener la pluralidad y promover una vida interna que otorgue a la toma de decisiones un fuerte carácter colectivo, es un rasgo muy propio de las características que asumió la participación popular post diciembre del 2001.
            Esto, por supuesto, no niega en sí mismo la representación o la constitución de liderazgos, como muchos mal interpretaron. Lo que sí puso en debate fueron los términos y los procesos a través de los cuales se fueron constituyendo los mismos – desprendidos del sustrato popular, en proporción a la captura de la política por la corporaciones económicas y mediáticas -, exigiendo su reformulación desde el diálogo directo con las demandas sociales y en procesos permanentes de abajo hacia arriba y viceversa.
            La reconstrucción de la autoridad política a manos de Kirchner a partir del 2003 es ejemplo de ello. La definición de un nuevo vínculo entre política y demandas populares; la interpelación desde el discurso oficial al sujeto popular; la convocatoria a la movilización y a la acción directa para respaldar medidas de gobierno; la toma de decisiones públicas con el oído puesto en el reclamo social; y la apertura del Estado a los movimientos sociales y a los organismos de derechos humanos; son muestras de los términos en que se relegitima el liderazgo político y la representación después del 2001.
            Ahora bien, en la juventud esta sensibilidad es más intensa. La distancia con que se fue fijando el vínculo con la política en los años de democracia, explican buena parte de esta primera desconfianza. Hubo que esperar un conflicto como el de la Mesa de Enlace, donde fue visible como nunca antes qué poderes y sectores sociales renegaban de este gobierno, para que se empiece a ver una creciente presencia juvenil en las manifestaciones de apoyo a este proceso político.
            Y, por supuesto, la Ley de Medios. La batalla por la democratización de la información congregó a cientos de miles de jóvenes en la vigilia nocturna en que se aprobó la ley en el Senado, en un claro acto de toma de la palabra, tras años de estar sustraída por el discurso único y en donde el joven como tal, durante el ciclo de captura de la política por los medios hegemónicos, apareció estigmatizado según las épocas y las modas.
            El año que lleva de una situación a la otra es el de la mayor proliferación y crecimiento de adhesiones juveniles, a través de numerosas agrupaciones de todo tipo o de experiencias novedosas como la de los “blogueros” o los “autoconvocados 6-7-8”.

            En segundo lugar, la política de derechos humanos llevada adelante desde el 2003 permitió empezar a suturar esa fractura generacional que produjo la última dictadura cívico militar y el terrorismo de estado, y continuaron los sucesivos gobiernos democráticos.
            Quienes nacimos en los años de la dictadura crecimos “huérfanos” de un relato político sobre los años ’60 y ’70. La política de derechos humanos del alfonsinismo mientras duró, lo fue a condición de clausurar el debate y la reflexión sobre lo sucedido en la década del setenta. La historia que se construía demonizaba lo hecho en el pasado, para arrancar con las estelas del horror de los últimos años de la dictadura y meterse enseguida en la agenda de temas que definían el camino sobre el que iba a surcar el retorno democrático al país.
            Lo cierto es que sobre este manto de silencio, nuestra generación transitó casi instintivamente un trabajoso camino de reconstrucción de un punto de partida, constitutivo para cualquier identidad, que - por supuesto - nunca es un inicio en el vacío, sino que se inscribe en una historia colectiva; con la guía de la labor incansable, que en soledad y bajo la hegemonía social de la teoría de los dos demonios, llevaron adelante sobrevivientes y organismos de derechos humanos.
            La nueva política de estado iniciada en el 2003 propició el encuentro entre memoria histórica, política y derechos humanos. A partir de un presidente que hacía visible su pertenencia a la generación de los setenta y se consideraba “hijo de las Madres de Plaza de Mayo”; la derogación de las leyes de Obediencia Debida, Punto Final y los Indultos; el retiro del cuadro de Videla en la ESMA; la recuperación de nuevos nietos y el avance de los juicios a los represores; nuestra generación, por primera vez, sintió de manera sustantiva que algo tenía que ver con la de los ’70 y cada vez más jóvenes se empezaron a reconocer como hijos de las Madres y su lucha.
            Así, fue posible empezar a reponer la palabra política desde su dimensión colectiva, solidaria y transformadora, a través del reestablecimiento del puente histórico con la generación política de la que somos hijos.
            Por supuesto, que esta apropiación de los setenta carga con un fuerte desafío. Esto está en debate y en cómo lo resolvamos se encuentra una de las claves para las posibilidades de resituar en términos generacionales el vínculo entre juventud y política.       Una relación lineal y acrítica con los setenta, clausura más de lo que habilita a recrear una identidad política juvenil que si quiere ser masiva debe dar cuenta de los cortes históricos, de los cambios profundos y de las siempre renovadas demandas, intereses, prácticas y representaciones que cada generación porta.
            Es necesario un vínculo dinámico, abierto y creativo que resignifique el legado de los 70, en función de la carga de historicidad que toda construcción política popular y transformadora - para ser tal - debe contener, pero que también permita proyectarlo hacia el contexto político actual, haciéndolo profundamente contemporáneo, a través de dar cuenta de las particularidades que caracterizan las prácticas políticas, sociales y culturales del presente.
           
             
3)
            Como parte del proceso de repolitización de la sociedad argentina que produjo el kirchnerismo, un sector creciente de jóvenes comenzó a establecer un renovado compromiso con la práctica política.
            Este nuevo activismo juvenil - en proporción significativa, organizado en las bisagras de las estructuras políticas oficiales del kirchnerismo - no deja de señalar un debate que hace a los claroscuros de las lógicas sobre las que se afirma la fuerza política propia del gobierno: la tensión entre lo que podemos llamar como la “lógica de gestión” y la “lógica militante”. Entendiendo por la primera la práctica circunscripta a la administración de las cosas, de manera acrítica, despolitizada, y, en consecuencia, inhibida del potencial transformador que todo lugar institucional tiene en el marco de un proyecto político popular; y por la segunda, la noción de que la política es una práctica colectiva que interviene de manera transformadora sobre la realidad.
            Por supuesto, que la presencia de la primera es propia de las contradicciones de todo proceso de cambio y una marca profunda de la herencia neoliberal de los ’90.
            En cómo redefinamos esta ecuación también están cifradas las perspectivas mediatas y de largo alcance de reformular el sistema político y fortalecer los partidos, en clave de sustancializarlos, democratizarlos e ideologizarlos, sobre el fondo de un renovado compromiso ciudadano con la política y lo público; lo que siempre redunda en la posibilidad de un horizonte más pleno para la democracia y, en paralelo, en el debilitamiento de la capacidad de las corporaciones y los poderes económicos de someter a los partidos políticos a sus intereses, aún a costa de las propias historias de aquellos.
            Ahora bien, el desafío para quienes afirmamos la militancia como concepto central de la política es construir una idea de ésta que no niegue la gestión, sino que la incorpore, imprimiéndole la politicidad, la dimensión colectiva, la subjetivación y la inscripción social propia de la lógica militante.
            Tal vez ahí sea cuando la política despliega de manera más plena su capacidad de transformación. Esto, claro, nos empuja a definir una nueva idea militante. Una noción de militancia integral que comprenda dualidades muchas veces planteadas en términos dicotómicos: gestión-transformación; deliberación-decisión; pluralidad-homogeneidad; crítica-convicción; pasión-responsabilidad; individualidad-totalidad; horizontalidad-verticalidad; participación-representación.
            Lo que implica resignificar la noción de militancia desde una perspectiva profundamente democrática y popular: es decir, en tanto práctica encarnada en el proceso popular, y no como exterioridad al mismo; promotora del protagonismo colectivo en la construcción de toma de decisiones; y donde la juventud se inscriba como parte del mismo – y no como un todo, que conduzca a conocidos desacoples entre la práctica política y lo popular - desde una  concepción movimientista de la articulación del sujeto popular y los modos en que despliega su participación política.
            La oportunidad es histórica. Por primera vez, desde el retorno a la democracia los  jóvenes estamos ante la posibilidad de trazar una nueva relación entre participación y política que nos permita forjar la primera generación militante del siglo XXI; decisivo para las posibilidades presentes y futuras de consolidar y profundizar un proyecto político de nación, democrático y con justicia social.


Rosario, agosto de 2010.


"Del hecho maldito a la 'mierda oficialista' ”, mayo de 2010.

Por Sebastián Artola

1) La frase de John William Cooke, “El peronismo es el hecho maldito de la política del país burgués”, es una de las definiciones más contundentes y desafiantes de los encendidos años sesenta cuyo eco resuena hasta nuestros días.  
Por la trama de esta expresión, que destila aires sartreanos y gramscianos, se cuela esa operación política sobre las palabras que conocemos como inversión de significado. Es decir, Cooke en un giro habitual del lenguaje político toma y da vuelta la definición del antiperonismo que concebía al peronismo como el mal absoluto de la sociedad argentina.
Al capturar esa imagen del adversario e invertirla positivamente, constituyéndola en emblema de identificación y en condición ontológica productiva, se desvanece la función denigratoria que le atribuía el desprecio rival.
El peronismo será malo, sí, pero para el “país burgués”, porque, como definirá Cooke, representaba “el más alto nivel de conciencia a que llegó la clase trabajadora argentina”, definiendo a la antinomia peronismo-antiperonismo como “la forma concreta que asume la lucha de clases” en el país.
Este movimiento tiene varios ejemplos en la cultura política nacional. Basta con recordar el origen de los términos “descamizados” o “cabecitas negras”, lanzados por la horrorizada mirada antiperonista frente a las columnas de obreros el 17 de octubre de 1945, para ver cómo luego son resignificados por los discursos de Eva Perón, y asumidos como títulos de honor por sus destinatarios.
La palabra mal no era casualidad. Había sido utilizada desde siempre por el pensamiento político de la élite para clasificar lo popular. Desde Sarmiento en el Facundo (1845) con su sentencia “El mal que aqueja a la República Argentina es la extensión”, ubicando a la geografía como la causal de la barbarie montonera, pasando por los estudios de los “males latinoamericanos” del positivismo de fines del siglo XIX,  que diagnosticaban las razones del “caudillismo” y la “política criolla” en la hibridación racial producida en esta parte del continente, a diferencia de la virtuosa pureza étnica de la pujante Norteamérica, hasta Ezequiel Martínez Estrada en su ¿Qué es esto?, de 1956, que veía en Perón y en lo que representaba “la mayoría de los males difusos y proteicos que aquejan a mi país desde antes de su nacimiento”.
La invectiva lingüística de Cooke no podía portar mayor politicidad. Si por un lado, desbarataba la descalificación enemiga, reafirmando la condición de mal del peronismo en la política argentina al trasladarlo también al terreno de las palabras; por el otro, realizaba una inversión de significado histórica que interpelaba al pensamiento liberal todo, desde Sarmiento hasta Martínez Estrada y Borges.
Eran los años en que la batalla cultural e ideológica contra el liberalismo se ganaba por goleada y así lo muestran las prolíficas producciones de la ensayística nacional y el revisionismo histórico en clave peronista, de vasta popularidad y un potencial simbólico con repercusiones políticas inesperadas.

2) La canción de Carlos Barragán, panelista del programa televisivo “6,7,8”, no podemos dejar de asociarla a la expresión cookista del hecho maldito. “Soy la mierda oficialista” se ha constituido por estos días en la consigna de un novedoso momento cultural de la sociedad argentina, tan insospechado meses antes como impredecible respecto a su curso futuro.
La lógica de su elaboración, el sarcasmo y la estructura irónica es la misma. La complementación entre un sustantivo y un adjetivo de condición peyorativa en boca del espacio antagónico que son asumidos orgullosamente, a través de un gesto tan burlón como incisivo.  
De este modo, “la mierda oficialista” se constituyó en el slogan identitario que una considerable franja social asumió en su intervención en el debate público y en las masivas concentraciones que se realizaron en distintas ciudades del país, desafiando la feroz campaña mediático-política de estigmatización del gobierno oficial que hizo de una letra - la “K” – el símbolo de la negatividad de la política presente.
Por otra parte, fue la marca del pasaje de una adhesión al proyecto de gobierno más bien pasiva, preocupada, silenciosa o aislada para constituirse en un colectivo de participación, creativo, alegre y pleno de convicciones.
Sin dudas, el debate del año pasado alrededor de la sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual dejó huellas en el sentido común social que acabaron revelándose con intensidad por estas semanas a modo de reacción ante el discurso de los medios hegemónicos que, puesta en duda tal posición en el mercado, vulgarizaron de tal modo la construcción de la información que los llevó a mostrar su rostro e intereses como nunca antes desde el retorno a la democracia.
Estos novedosos registros de la actualidad nacional ponen sobre la mesa un dato cada vez más palpable y de impredecible consecuencia en la política inmediata y mediata: el quiebre de la hegemonía del discurso mediático dominante.
La política argentina desde la claudicación alfonsinista ante las sublevaciones militares de 1987, que va a marcar la frustración de una democracia más plena en el país, había entrado en un curso de progresiva captura a manos de los grandes medios de comunicación privados. Los ’90 menemistas y la brevísima experiencia de la Alianza antimenemista pero neoliberal también, expresan el punto más alto de la mediatización de la política y su subordinación a los mandatos de las corporaciones económicas.
Si el gobierno, desde el 2003, viene haciendo visible esta cuerda decisiva para las posibilidades democráticas presentes y futuras, hoy - y por primera vez – ha logrado cobrar cuerpo en un movimiento social que encuentra su fuente en varias aguas. Desde Carta Abierta y su forjista batalla en soledad durante el conflicto con las patronales rurales y los poderes mediáticos, pasando por la Coalición por una Radiodifusión Democrática, hasta el programa “6,7,8”, constituido en la trinchera televisiva contra el discurso único mediático.
Este nuevo clima nos formula poderosas y alentadoras expectativas:
Por un lado, un nuevo activismo democratizante de sectores medios, con no menor participación juvenil, que interpela a la franja media toda en sus diversas gamas y busca resituar su ligazón con los debates públicos, en alianza con los sectores populares, ecuación social de todo proyecto político popular.
Por el otro, la emergencia de un relato que fisura el dominante, haciendo pie en el sentido común social y emparejando la hasta ahora desfavorable pulseada cultural por los discursos y las palabras, sobre la base de desnudar las invisibilizadas relaciones entre política, medios, democracia y poder económico, lo que da cuenta del reverdecer de una conciencia pública y democrática.
Por último, el desafío con chances del gobierno de reconstituir su base social ante un cambio de escenario, en el que juegan los mencionados impulsos participativos, el acierto en las propias decisiones políticas como la muestra fáctica de lo que es capaz de hacer la oposición con una cuotita de poder más, que alertó hasta a sus propios votantes.
Ahora bien, para ganar aire el favor ajeno alcanza pero para ganar una elección nacional son los aciertos propios lo que pueden crear ese escenario posible.
Iniciativas públicas que delimiten con precisión ideológica la cancha política parece ser el mejor esquema para el gobierno. Agreguemos: cada vez que salió bien fue porque contó con la condición de ser una demanda con un respaldo discursivo sólido y un grado de movilización social a su alrededor muy superior a la de aquellos sectores que se opusieron. Lo inverso llevó a la derrota.
Y algo más para finalizar: oportunidades de recomposición como la que atravesamos no se presentan dos veces. A su vez, para el año bisagra de este ciclo político - el 2011 - tampoco resta tanto. De ahí la tarea imperiosa de multiplicar esta nueva ciudadanía democrática y militante que se ha lanzado de lleno a protagonizar el debate público. Con la marca épica y utópica propia de la puja que se libra en un año donde se cumplen 200 desde nuestro primer grito de emancipación. Debemos creer en nosotros mismos, pues, como decía Scalabrini Ortiz, allí anida “la magia de la vida”. Porque si ganamos esta batalla cultural por la redistribución de la palabra podremos decir que ahora sí estamos en condiciones de transitar otro horizonte para la democracia argentina.
Mayo de 2010.